DE LAS REALIDADES FÍSICAS, LAS VOLUNTADES JURÍDICAS Y LOS ACTOS DIVINOS
“Y como vi que, con el terreno que tenían, no podría dar la vuelta un coche fúnebre, le dije al párroco que le dejaba usar esta parte de terreno. ¡Y ahí está!”, me dijo mientras señalaba una zona burdamente hormigonada, pretendidamente homogénea y extramuros de su propiedad, junto a la humilde capilla del pueblo. Y no entendí yo en ese momento que aquello sería la solución del esperpéntico asunto.
Pero conviene retrotraerse al problema para entender el estrafalario contexto de la solución.
Él es un hombre tranquilo, de fondo interesante, conversación extensa y con la actitud burlona de quien lo ha vivido todo y lo ha superado con éxito amable y optimista. De esa gente cercana y entrañable que te llama “hijo” aunque solo te una a él una relación mercantil. Es ya un cliente habitual, y por eso decidimos hacer juntos el trayecto de un hora que nos separaba de su segunda vivienda en un pequeño pueblo interior del oriente asturiano.
Entre anécdotas dramáticas y semblanzas de otra época, íbamos desgranando los detalles de la finca, con el rubor de dos amigos violentados por la circunstancia de tener que hablar de negocios. Y fue que el problema de su negocio era el siguiente:
Siendo, como era, propietario de un terreno en zona urbana de un núcleo rural en un, atribulado urbanísticamente, municipio del oriente asturiano, decidió aprovechar las bondades del planeamiento para promover una parcelación. Creó tres humildes parcelas de 700 metros cuadrados cada una, vendiendo dos de ellas y guardándose la tercera para sí.
Esta parcelación, que sobre el papel puede resumirse en un escueto párrafo, lleva un complejo proceso jurídico-administrativo. Así que el problema fue, una vez más y como siempre, una cuestión de delimitación inmobiliaria, una serie de catastróficas desdichas y la coordinación de todo ello con la realidad jurídica.
Mi cliente, que se había quedado con la parcela lindante con la capilla del pueblo, observó que, cuando a sus feligreses les tocaba salir con los pies por delante, el coche que los había de transportar por última vez sufría indecibles horrores en maniobras más propias de un angosto aparcamiento de centro comercial que de una ocasión tan solemne. Escandalizado ante tal espanto, mi ahora acompañante decidió dejarle, de palabra y buena fe —nunca mejor dicho—, un trozo de terreno al párroco para que le evitase el mal trago al Caronte de turno.
Como eran pequeñas y pocas las parcelas y sólo uno el promotor, tras la compraventa de los inmuebles resultantes no se tuvo demasiado apuro por su regularización jurídica: todo era correcto a nivel administrativo, se habían pedido y gestionado los oportunos permisos y licencias y ningún plazo apremiaba, pero se había descuidado la inscripción registral de los resultados. Por aquello de esperar a que estuviese construida la casa para reducir el número de actos documentados. Una cosa llevó a la otra, y al final el Registro sin barrer.
Y en eso llegó Catastro. Y arrogándose virtudes de omnipotente y todovidente, definió la nueva geometría del inmueble según lo visible y no en base a la voluntad de los colindantes. Y lo visible era que, para dejar libre ese pequeño espacio comentado, el bueno del “donante” había retranqueado su muro.
Sucedió entonces que, como la cesión no pretendía ser un regalo, sino una suerte de servidumbre de penitencia, esta no habría de mermar la superficie de la finca original, aunque Catastro así lo hubiese considerado: Ambos vecinos habían acordado retranquear el muro hacia el interior de la finca de mi cliente, pero no habían variado la voluntad respecto del límite jurídico. Descoordinación al canto, donde todo estaba por coordinar —recuerda que todo procedía de una operación de división, así que asiento nuevo—.
Como siempre, todo ha de tener solución en cuanto a la coordinación de realidades, pero el acuerdo de las partes, que permaneció invariable todo el tiempo, no fue tenido en cuenta en ningún momento y causó un enorme perjuicio a ambos vecinos, que ahora tenían dos superficies distintas —física y jurídica— y habrían de corregir la equivocada. Y sólo porque está realidad jurídica emanada de la autonomía de la voluntad, no coincidía con la realidad física visible e interpretable en imágenes aéreas.
Cierto será que se pecó de exceso de confianza, pero en esa desidia no había mala fe y esta no debería de generar más agravios que los derivados de los actos sujetos a plazos. Y en este caso, ninguno se había incumplido.
Lo que si debería poder concluirse tras la exposición de este caso es que, por un lado, la realidad física y la jurídica no son necesariamente coincidentes, si bien una puede ser indiciaria de la otra creándose así relación entre ellas —y entre estas y la urbanística y la catastral-fiscal—; y que, por otro lado y no obstante lo anterior, ambas realidades pueden ser georreferenciadas. He ahí, entonces, el meollo del asunto: comprender, interpretar y plasmar, de forma técnica y no solo literal, esa realidad jurídica, considerando siempre que puede estar relacionada con la realidad física sin necesariamente coincidir.