DEL VALOR Y DEL PRECIO
A Oscar Wilde se atribuye la frase “hoy en día el hombre conoce el precio de todo y el valor de nada”.
Tiempo antes y en un tono más patrio, literal y figuradamente, dicen que fue Francisco de Quevedo quien dijo aquello de que “sólo el necio confunde valor con precio”.
Siendo como eran literatos, su función era quedarse en la pompa y la mística de la cita, para que seamos el resto de mortales los que adaptemos su significado a nuestra circunstancia. Y es aquí donde entro yo, con mi habitual humildad, para contarte una historia partiendo, nada mas y nada menos, que de Oscar Wilde y Francisco de Quevedo.
Y es que a veces los conceptos de valor y precio se mueven casi en el terreno de lo metafísico, siendo muy complejo ver la diferencia práctica. Pero ocurre que en este caso se hace sencillo.
Véase una casa habitación, vivienda unifamiliar de construcción rústica del siglo XIX con 300 metros cuadrados repartidos en dos plantas, patio interior y cuadra. Es además parte, principal y mayor, de un caudal hereditario no mucho más pingüe.
Esa edificación, y no otra, era objeto de litigio porque una de las partes la había valorado, en documento público de herencia y de forma unilateral, en 10.000€. La parte demandante argumentaba que su valor real era de casi 300.000€. Ahí es nada porque, al ser adjudicatario uno solo de los herederos, los demás habrían de recibir compensación monetaria.
No habría diferencia respecto de un caso normal de valoración litigiosa si no fuese porque ambas partes estaban en lo correcto. El único matiz, aunque de vital importancia, era que una parte se estaba refiriendo al precio y la otra al valor.
¿Cómo se explica esto?
La parte que no te había contado era que la casa se encuentra afectada por daños estructurales, debidos a décadas de prospección minera sin control en el subsuelo de todo el núcleo de población en el que está enclavada. Es por ello que el coste de reposición neto, esto es, su valor ladrillo sobre ladrillo menos lo que costaría reparar esos daños y dejarla en un estado decente de habitabilidad podría ser, efectivamente, nulo o casi nulo.
Sin embargo, y a consecuencia de aquel deterioro físico, se había iniciado una reclamación sobre la concesionaria minera que, por cuestiones diversas, se resolvió con un expediente de responsabilidad patrimonial subsidiaria sobre la administración autonómica. Este expediente daba la razón al reclamante, titular del inmueble pero no heredero único, y lo hacia beneficiario de una indemnización por daños materiales de 300.000€. Y es ese particular aspecto, el de una indemnización asociada a un titular y no a un bien, lo que marca la tremenda diferencia entre valor y precio.
Dado que los daños se habían producido a lo largo de toda la vida útil de la edificación, y en vista de que era eso, y no otra cosa, lo que venía a indemnizar el expediente, poco o ningún sentido tenía atribuir esa cantidad monetaria al heredero de la parte del caudal que suponía la vivienda, sin considerar que esos daños habían mermado al conjunto de herederos. Aunque la cuestión procedimental era correcta, porque las indemnizaciones se otorgan a personas y no a bienes, no resultaba de justicia. Máxime cuando el beneficiario había declarado como valor de la vivienda uno muy inferior.
Así pues, si el valor de reposición bruto, que está vez sería el valor de poner ladrillo sobre ladrillo pero para conseguir un edificio igual aunque nuevo, era de 300.000€, pero el coste de las reparaciones lo dejaba en 10.000€, esta indemnización devolvería la vivienda a su valor original de 300.000€, pero sólo para la actual propiedad y para nadie más.
De esta forma, un comprador interesado, ciertamente, sólo debería pagar los 10.000€ de precio que tiene el inmueble en su estado actual, ya que no sería perceptor de la indemnización que la devolvería a su estado original; mientras que el valor, para todos los herederos del bien y al tener indiscutiblemente ligada la indemnización tal y como entendió el juzgador, sería de 300.000€.
En definitiva, lo que convertía todo ello en litigioso fue la picaresca —o la ignorancia— de intentar disociar ambos conceptos —inmueble e indemnización—. Y al final era eso, precisamente, lo que había que determinar: si era lo mismo el valor del inmueble para los litigantes que su precio de venta al público.